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EL RETRATO QUE NUNCA VI COLGADO

Por Daniela Senn*


Cuando yo nací, a Pinochet le quedaba poco tiempo en el poder. Crecí viéndolo como un anciano que salía mucho en televisión, como un sujeto que conservaba riquezas, poder y que continuaba alimentando una profunda aversión en más de la mitad de la población.


En Santiago, cada 11 de septiembre había destrozos en la calle y debíamos tener velas a mano por si se cortaba la luz. En los años 90, durante un corte de luz de aquellos, pregunté por primera vez qué era eso que había hecho Pinochet, por qué la gente estaba enojada todavía y por qué cada vez que salía en televisión los adultos de la familia decían palabrotas que yo tenía prohibido repetir. Mi curiosidad era genuina, tal como mis deseos de que volviera la luz para jugar Nintendo. Sin embargo, esa tarde en vez de jugar, escuché la historia más horrorosa de mi vida, en la cual familiares míos con los que comíamos algunos fines de semana, habían sufrido un infierno en su juventud. Lo peor es que era real. Con el tiempo comprendí que el terror pudiera transformarse en repulsión. Era mejor que vivir con miedo.


Ya de adulta, trabajé un tiempo en la Casa de la Cultura de un pueblo pequeño al sur de Chile. La casa donde se encontraba mi oficina había sido el hogar del primer alcalde de la comuna, un señor alemán muy respetado por la derecha, sector que acoge a los pocos pinochetistas que van quedando en mi país. En un ánimo bromista y ya que mi tradición familiar era del otro lado, solía pensar que el fantasma de ese señor estaba muy molesto por mi presencia en su casa, y que algún día me jugaría alguna broma que me haría huir despavorida. Nunca sucedió, o al menos eso creo.


Una tarde en que mi jefa se había tomado libre, estaba yo sola en esa gran casa. No era extraño quedar al mando de vez en cuando; recordemos que se trataba de un pueblo pequeño, de insuficiente presupuesto para cultura y apenas 2 personas para echar a andar 3 proyectos que alimentaban la nostalgia y un programa estatal que pretendía solucionar todos los problemas de gestión en cultura de la comuna. Esa tarde, sorpresivamente, la puerta del ático no estaba cerrada con llave. Nunca la había visto abierta y la curiosidad que me caracterizaba de niña no me había abandonado del todo. Deseando que el fantasma del señor alemán no pernoctara ahí, subí.


Apenas di un par de pasos sobre el piso lleno de polvo, papeles y quizás una que otra cucaracha, me encontré con algo mucho más tenebroso que un fantasma: era un cuadro con el retrato colorizado de Pinochet, del antiguo Pinochet. Quienes eran mayores que yo lo recordaban así: joven, poderoso y sin ningún impedimento para imponer su voluntad. Quienes experimentaron la dictadura debieron acostumbrarse a verlo en cada oficina pública, frente a todos, como si se tratara de una autoridad elegida democráticamente.


Foto: mi autoría. En ese momento (2013) disponía de un teléfono de cámara precaria.


Imaginé que, en 1990, cuando el sujeto en cuestión abandonó definitivamente el poder, un feliz empleado público tomó su retrato que colgaba de la Casa de la Cultura y lo arrojó al ático, con la ilusión de no verlo nunca más. Imaginé también que ese mismo funcionario público, tiempo después, compró encantado el número del periódico The Clinic con el especial de la muerte de Pinochet el año 2006. Podría entonces reemplazar la imagen de ese hombre en su cabeza por la de un cadáver hinchado.



Tratando de concebir ese retrato simplemente como un objeto en desuso, imaginé el trabajo que hubo detrás: Alguien coordinó la toma, decidiendo de ese sería el rostro de la autoridad del momento a lo largo de todo el país, alguien tuvo que tomar esa foto, alguien la colorizó, otro la enmarcó y, finalmente, otra persona estuvo a cargo de colgarla en la parte más visible de la casa. ¿Lo habrán hecho de buena gana? Suponiendo que el fotógrafo continúa con vida, ¿luce todavía esta foto en su portafolio profesional o la eliminó de su obra en 1990?


Al otro día volvió mi jefa, quien, por cierto, había dado algunas pistas de sentirse más cómoda del lado conservador de la política. A mí no me incomodaba de sobremanera, pues estaba acostumbrada. Viviendo en el sur y trabajando en iniciativas de rescate patrimonial, había que saber convivir con ese ánimo conservador, nostálgico y a veces (sino siempre) clasista. Por lo demás, ser conservador no implicaba necesariamente ser pinochetista. Siendo consciente de nuestras diferencias e intentando no incomodarla, le pregunté si sabía qué había sucedido con el cuadro del ático, sin siquiera nombrar al retratado. Ella comenzó a reír. “Tú sabes lo que pasa con esas fotos, se acaba su período y terminan todas tiradas por ahí”. Ella tampoco lo nombró. Y tenía razón. La diferencia era que esa foto nadie la quiso recoger, ni siquiera el fantasma del señor alemán.


* Escritora chilena de ficción, aunque también antropóloga, Mg. en Comunicación por la Universidad Austral de Chile y PhD. en Regionalstudien Lateinamerika de la Universität zu Köln. Publicaciones científicas disponibles en: https://uni-koeln.academia.edu/DanielaSenn .

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